El hotelito ardió como una tea cuando llevaba abierto casi dos años y el dueño, que lo compró recién reformado sin saber que antes había sido una casa de putas, estaba totalmente arruinado. Lo sospechó después, cuando los clientes empezaron a anular las reservas al poco de llegar, quejándose de un penetrante olor a chicle y desinfectante que parecía desprenderse de las paredes, o cuando un joven matrimonio le comentó que su hijo de pocos años estaba aterrorizado por los golpes y los gritos que llegaban de la habitación de al lado y que, sin embargo, estaba vacía y ellos mismos habrían jurado que oían a un hombre jadear, o cuando una embarazada que vomitaba con todos los olores le explicó que no podía entrar en su habitación porque tenía un olor soso como el semen. Al fin lo supo con certeza una mañana en que llegó una joven con el acento áspero de los países del este y la mirada más triste que nunca pudo imaginar en unos enormes ojos del color de la miel y le contó que ella había vivido allí engañada y contra su voluntad hasta que una noche en la que no le quedaba nada más que perder, decidió arriesgar su vida y acudir a la policía.
Y supo también entonces que no cabía más dolor ni más amargura entre aquellas paredes disfrazadas tan grotescamente de hotelito rural y, a sabiendas de que el seguro se echaría para atrás, le entregó a la muchacha el barril de gasolina y, agarrados de la mano, encendieron la cerilla entre los dos.