Una gota de sudor resbaló por su sien izquierda haciéndole cosquillas. Sabía que tenía la frente cubierta de diminutas cabecitas de alfileres líquidos y no podía menos de pasarse la mano por la frente e, irremediablemente, mirar el agua que se pegaba a los dedos un segundo antes de secarlos en el pantalón. Y, de nuevo, otra vez a sudar y otra vez a limpiarse el sudor y a mirar la mano mojada, como si fuera la primera vez. Con todo, el agobio llegaba cuando sentía las rodillas húmedas, hay partes del cuerpo que no están preparadas para estas cosas, que suden los sobacos, la cara, la espalda, las ingles o las corvas, bien está, pero que suden las rodillas es la quintaesencia del sudor, el no va más. Ahora mismo, sendos goterones dibujaban un sendero de agua delante de sus orejas y las cejas estaban ya a punto de desbordarse, y, para colmo, las rodillas empezaban a rezumar humedad.
Se dio cuenta entonces de que, si no acababa pronto la negociación, ya no tendría fuerzas para mantener su postura, y ellos lo sabían, porque allí dentro, con el aire acondicionado veinticuatro horas, nadie notaba la ola de calor.