Los amigos de Ángela

Ángela, Cristina, Juanito -solo su madre le llamaba Jean Claude porque seguía  soñando con un actor de cine del que se enamoriscó el verano en que conoció al padre de Juanito, que, aunque no se parecía en nada a su ídolo peliculero, acertó a estar en el sitio adecuado y en el preciso instante en el que ella tuvo un subidón de hormonas, dejándola embarazada- y Mario habían hecho una especie de clan como sin querer, que es como se hacen definitivas las cosas, de modo que se juntaban, ellos solos, a jugar por las tardes, casi siempre en la casa de Ángela  porque la experiencia, aunque escasa aún, les había enseñado ya que no convenía llevarle la contraria (cuando esto había sucedido -pocas veces, la verdad-, a Angelita los morros le duraban semanas y no era agradable jugar con una morronga, que, casualmente, era la dueña de la mayoría de los juguetes).

Sin hablarlo siquiera, los cuatro se habían dado cuenta del efecto que estas reuniones tenían entre los chicos del barrio (pobres chicos que siempre jugaban con juguetes prestados) de modo que los cuatro habían visto que invitar a participar a alguno de ellos –no cada día, ni cada día al mismo- les daba poder sobre todos ellos.

Lo mejor eran las tardes de Monopoly, Ángela desplegaba el juego en el suelo y miraba de reojo hacia los ventanales, mientras los chicos del pueblo, unos por curiosidad, otros porque esperaban la ansiada invitación para distinguirse, pegaban sus narices contra los cristales. Antes de empezar a comprar edificios cualquiera de los cuatro del clan salía hasta la calle, miraba y remiraba a los mirones como si la decisión sobre la elección dependiera del último momento e invitaba a entrar con un cierto distanciamiento, como por caridad, a alguno de ellos. Al terminar, sintiéndose propietarios de un mundo real, salían a comentarle a los otros el devenir de la tarde: ellos cuatro, más ricos cada vez, y el invitado, soñando por un día con esa misma riqueza que mañana ya no tendría y sumiso y agradecido por haberle dejado formar parte de un club tan selecto.

Así pasaron los meses, llegó el verano sofocante y los juegos exclusivos siguieron siendo motivo de discordia y de miradas por encima del hombro, y hasta los chicos del clan se habían vuelto un poquito más insolentes y los muchachos del pueblo, en injusta correspondencia, se habían mermado un poquito más. En un día de sol implacable, de esos en los que los pájaros se caen desplomados de los árboles, el más pobretón de los que aplastaban su nariz contra los cristales de la casa de Ángela recordó que algunos años atrás dedicaba los veranos a leer y recordó que entonces era más feliz y, en medio de la calentura, a punto ya de perder el sentido, abrió la boca lo justito como para decir en voz alta, y que todos oyeron, que estaba harto de aquella espera, de aquella tacañería y de aquella humillación. Se largó a la biblioteca y en los días siguientes se dedicó a contarles a los otros las cosas maravillosas que leía en los libros y cómo en la biblioteca dejaban entrar a todos, con tal de que fueran respetuosos, y como había leído en un libro de Filosofía griega que era más importante saber que tener. Al cabo de una semana, Ángela y sus amigos, que seguían jugando al Monopoly, se aburrían como monas mientras miraban disimuladamente hacia los ventanales, ahora desocupados, y, solo algún día después, discutían entre ellos sobre quién era el culpable de aquel abandono. Jugar a ricos no tuvo ya para ellos ningún interés pues, sabido es que, sin pobres, no hay caridad posible y que no se puede presumir de riqueza con quien no sufre del pecado de la envidia.

Autor: AdelaVilloria

Trabajo para poder comer. Escribo para poder vivir.

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