Desde que, de pequeño, su tía, una sombra larguirucha y malhumorada, de la que decían que se había quedado soltera porque no había quién la aguantara, le dijo que tenía la cabeza hueca, ese sambenito le había perseguido durante toda su vida como una maldición. A él no le había preocupado mucho el asunto, salvo cuando quiso hacerse novio de la Chon y los padres le pusieron mala cara porque, dijeron, siempre había sido un poco lelo y todo el mundo lo sabía.
Fue el Román, el hijo de la Vicenta, el que corrió el pueblo de cabo a rabo para contarlo; que el Fabián se había subido a una higuera, a la parte más alta, a por los higos más gordos, y se le había roto la rama y se había caído del árbol, y se había oído un ruido como el de una sandía cuando se revienta. Y allí se había quedado el Fabián, con los ojos abiertos y los sesos desparramados por el suelo, que, mira por donde, estaba claro que no tenía la cabeza hueca.
Muy bueno, si no se pueden hacer juicios de valor
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