En la estación

Yo entonces viajaba con frecuencia a la capital. Estaba haciendo un seminario a base de sábados y le había cogido el gusto a desayunar en la estación al llegar, y coger fuerzas hasta el final de la mañana, casi la tarde ya, cuando nos dejaban parar para comer.

Un día de estos, en medio de mi pequeña y provinciana rutina, se me acercó una mujer joven aún, extremadamente delgada, con un bolso a la espalda, correctamente vestida y peinada cuidadosamente con el cabello recogido en una cola sobre la nuca. Tenía los ojos azules, acuosos, tan dulces como el mar tranquilo del amanecer de aquellos días junto a Clara.

El recuerdo de Clara cambió de lugar y se alojó en mi garganta; por la felicidad de aquellos días y por el dolor que le siguió después.

La mujer, sin acercarse demasiado a mí, como si cuidara de no invadirme, me pidió algo de comer porque estaba temporalmente en la calle y estaba enferma.  Me tembló la voz cuando le dije que esperara un momento; porque yo necesitaba un momento para tragar saliva y pestañear, para dejar de dolerme por Clara, enferma también y lejos de mí. Rebusqué en el bolsillo del pantalón y le di un billete -ni siquiera sé de cuánto era- mientras ella dijo algo que no escuché. A miles de kilómetros de aquella estación, donde quiera que Clara estuviera, tenía que haber alguien capaz de secarle el sudor de la frente febril, de posarle una mano en el hombro pidiéndole calma, de susurrarle que todo iría bien. Tenía que haber alguien así cerca de ella. Alguien que la ayudara como hacía ahora yo con esta mujer anónima. ¡Por Dios, tenía que ser así…!

 

(De las Memorias de Ismael Blanco)

Limosna

Dijo “Buenos días” sin esperar respuesta. Como cada día, en la entrada del supermercado; apoyado en la pared, con las manos en los bolsillos, la misma cazadora y la misma gorra. Decía “buenos días” porque los clientes no reparaban ya en el bulto junto a la puerta y aquel saludo amable y poco comprometido le hacía visible de nuevo.

Me acostumbré a verle allí, y a comprarle alguna cosa para comer a la vez que compraba para mí. Tardé meses en preguntarle si tenía niños para comprarles dulces o chocolate, pero no me atreví a preguntarle si también le gustaban a él, como si no tuviera derecho a comer más que lo imprescindible. Ni me atreví a preguntarle si comía cerdo o se lo prohibía su religión y me limité  a evitar comprar nada que pudiera comprometerlo. Tampoco me atreví nunca a preguntarle cómo se llamaba, porque no me sentía con derecho a invadir su intimidad, y porque tenía miedo de que aquel chico se hiciera demasiado concreto para mí, y me remordiera demasiado la conciencia por dejar que las cosas pasaran de aquella manera. Porque ni siquiera me atrevía a mirarle a los ojos cuando, a la salida, le tendía lo que hubiera comprado para él, tanta era la vergüenza que yo sentía.

Limosna

-¿Puede ayudarme, señora?

Abro la puerta del coche y me vuelvo para ver al hombre que me habla desde la acera de enfrente. Es un hombre mayor, aunque no viejo, con barba de varios días y un gorro de estambre oscuro; lleva una chaqueta gris y grasienta que hace mucho tiempo debió de ser parte de un traje y me muestra tres o cuatro paquetes de pañuelos de papel que lleva en la mano, ofreciéndomelos. Me disculpo e intento demostrar que tengo prisa pero él atraviesa la calle y se coloca a mi lado, buscando mis ojos mientras yo rehúyo su mirada. Al final decido que la forma más rápida de terminar es buscar unas monedas y dárselas. Saco tres euros del bolso y se los alargo sin ni siquiera mirarle y el hombre, que ya había dejado un paquete de pañuelos en el asiento del coche a través de la puerta entreabierta, al ver las monedas, rápidamente coge otros dos paquetes y me los tiende.

-¡No, no! No es necesario- le digo; pero él protesta y se apresura a decir con firmeza: “No, señora. Me ha dado tres euros. Es mi obligación”. Me quedo callada, de pronto me doy cuenta de que esa necesidad de compensarme es la razón de que él conserve su dignidad y yo recupere la mía. Ahora sí le miro a los ojos, y sigo mirándole cuando él regresa a la acera de enfrente y se aleja contando las monedas.