Limosna

-¿Puede ayudarme, señora?

Abro la puerta del coche y me vuelvo para ver al hombre que me habla desde la acera de enfrente. Es un hombre mayor, aunque no viejo, con barba de varios días y un gorro de estambre oscuro; lleva una chaqueta gris y grasienta que hace mucho tiempo debió de ser parte de un traje y me muestra tres o cuatro paquetes de pañuelos de papel que lleva en la mano, ofreciéndomelos. Me disculpo e intento demostrar que tengo prisa pero él atraviesa la calle y se coloca a mi lado, buscando mis ojos mientras yo rehúyo su mirada. Al final decido que la forma más rápida de terminar es buscar unas monedas y dárselas. Saco tres euros del bolso y se los alargo sin ni siquiera mirarle y el hombre, que ya había dejado un paquete de pañuelos en el asiento del coche a través de la puerta entreabierta, al ver las monedas, rápidamente coge otros dos paquetes y me los tiende.

-¡No, no! No es necesario- le digo; pero él protesta y se apresura a decir con firmeza: “No, señora. Me ha dado tres euros. Es mi obligación”. Me quedo callada, de pronto me doy cuenta de que esa necesidad de compensarme es la razón de que él conserve su dignidad y yo recupere la mía. Ahora sí le miro a los ojos, y sigo mirándole cuando él regresa a la acera de enfrente y se aleja contando las monedas.