Reconozco que lloré; pero solo un poco. Es que vi remover de maletas, aunque era otra maleta más pequeña que la que mamá preparó las otras veces, y mamá me sacó muy temprano a la calle – muy, muy temprano-, pero no fuimos después a la cochera. Volvimos a casa, mamá me dio un beso, cogió esa maleta pequeña y se marchó. Y yo me quedé llorando detrás de la puerta. Yo sé dónde he nacido, pero procuro no acordarme del monstruo ese del abandono; de hecho, ya no sueño con él y tiene la cara tan borrosa que ya no lo reconozco, pero cuando se fue mamá se me vino a la memoria y empecé a gañir casi sin darme cuenta.
Después, cuando ya era muy de día, vino a buscarme el chico de la gorra y me llevó con él a la oficina, me puso la mantita y los juguetes en su despacho y hasta me sacó al parque. Él me saca de distinta manera que mamá, pero yo disfruto lo mismo; el parque es el parque y hay que aprovecharlo.
Mamá volvió por la tarde y ya no nos separamos en todo el rato.