–Señores, permítanme los DNIs, por favor.
Le vino a la memoria la conversación con su sobrino, cuando le planteó por qué seguía diciendo DNI, si ahora ya en todas partes figuraba el NIF. Se lo había explicado, que el DNI seguía siendo el documento nacional de identidad de las personas, y sólo el número de ese documento era también el NIF. Curioso. Su sobrino apuntaba maneras; no es que pensara que lo de ser Notario se llevara en la sangre, incluso hay quien piensa que los notarios andan escasos de ella, que se mantienen, más que en el mundo, al lado mismo del mundo, observando a los demás y dando fe de lo que observan; pero, sin duda, ese poco de sangre corría también por las venas de su sobrino. Tendría algo que ver que los dos se llamaran igual; llamándose Servando, se puede ser pocas cosas en esta vida, aparte de notario.
Es posible que pasarse la vida leyendo escrituras aburridísimas, legalizar usuras en forma de préstamos, o comentar los entresijos de las voluntades del muerto, o del que piensa que se va a morir, le obligara a poner esa cara de póker que de joven ensayaba delante del espejo. Con el tiempo, tanta seriedad le había parecido insoportable y por eso había empezado a firmar adornando su rúbrica con un caracolillo, un zarcillo juguetón que se enganchaba al final del apellido.
El asunto de la firma le parecía divertido, al fin y al cabo, él vivía de eso, de firmar, de modo que bien podía permitirse alguna licencia que aligerara un poco el rigor del despacho. Bueno, lo de la firma y lo de las gominolas. Ninguno de sus empleados lo sabía, y, por supuesto, ninguno de sus clientes. Sólo Servandito sabía que, cada mañana, se llenaba los bolsillos de gominolas que se comía a escondidas entre caracolillo y caracolillo.
Algún día iba a tener un disgusto. Seguro.
Muy bueno.
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