Acabo de orinarme encima.
Los pantalones azules oscuros, heredados de mi hermana –a los seis años, casi toda la ropa que tengo es heredada de mi hermana mayor-, tienen ahora una mancha más oscura aún en la entrepierna, que se extiende hacia abajo por las perneras. Ahora están húmedos y calientes pero, cuando mi hermana venga a buscarme para llevarme a casa, la mancha ya estará fría, y sentiré más frío aún al salir a la calle, porque es invierno y tendré que caminar encogiendo un poco las piernas para resguardarme.
Doña Carmen, la maestra, está tiesa como un palo, al lado de su mesa, mirándome con los ojos como platos, los brazos a lo largo del cuerpo y las manos entre los pliegues del vestido oscuro. Doña Carmen casi nunca extiende las manos para acariciarnos la cara o colocarnos las trenzas, Doña Carmen casi siempre tiene puños, dispuestos a golpear.
-¡¿Te has meado encima?!- y adelanta un poco la cabeza, e inclina el cuerpo sin mover los pies, como si estuviera clavada en el suelo de madera del altillo desde el que nos vigila. -¡¿no os he dicho que me pidáis permiso para ir al water?!.
Yo no respondo, me quedo de pie, sin decir nada, ni siquiera intento tapar la mancha de orín que me delata, porque estoy llena de vergüenza y de miedo, y, además, aún tengo ganas de orinar.
Todas las niñas de la clase de tercero de párvulos me miran, se miran a sí mismas, desde sus pupitres de madera vieja y gastada. ¿Y, cuántas niñas antes que yo, y cuántas Doña Carmen viejas, gritonas y amargadas enseñando a niños que no son suyos, empecinadas en que la letra con sangre entra y en que la mano dura hace milagros?.
-No me dio tiempo…-respondo tímidamente. Pero no estoy segura de que haya llegado a oírme, en realidad no lo ha preguntado esperando una respuesta, le da igual lo que yo pueda decirle. Yo ya llevaba un rato despistando la urgencia de mi vejiga moviendo las piernas sin parar bajo el pupitre, dibujando números en la pizarra con el pizarrín de manteca y culeando, hasta que la urgencia pudo más que mi deseo de no interrumpir la explicación sobre las sumas y las restas.
-Mari Tere, vete a la clase de Dª María Rosa a buscar a su hermana y que se la lleve a casa.
Seguro que mi hermana piensa “¡otra vez!”, y vendrá a buscarme con ese mohín en su cara que tan bien conozco, me llevará a casa de la mano, ella un poco adelantada y tirando de mí, con el brazo rígido como un remo, porque está enfadada. Y avergonzada de que su hermana pequeña sea una meona.
Mientras espero a mi hermana, Doña Carmen saca a la pizarra a mi amiga Maribel para que haga una suma de ejemplo. La maestra escribe dos números con la tiza blanca, siempre tiene blancas las puntas de los dedos y siempre se sacude el vestido oscuro salpicado de polvo de yeso, y Maribel tiene que poner la suma debajo de la raya que está dibujando Doña Carmen. Mientras mi amiguita piensa la respuesta, la maestra escribe otra cuenta, y otra más. En la primera, Maribel acierta de pleno, aunque dudaba antes de escribir con dedos temblorosos, por lo que se rompe la barra de tiza al hacer fuerza y Doña Carmen le riñe y le da un trozo muy pequeño para evitar que se repita el destrozo. En la segunda se confunde y tiene que rectificar cuando Doña Carmen le pregunta si todavía no sabe ni hacer sumas de una cifra. En la tercera, ante el mutismo de Maribel, la maestra se acerca y la agarra por las orejas y tira de ella hasta la pizarra negra de la pared, hasta golpearle la frente contra ella mientras pregunta, no sabemos a quién, cómo va a ser capaz de meternos las matemáticas en la cabeza. Ninguna de las niñas osamos movernos, y Maribel intenta no llorar, a pesar del golpe en la frente, y del susto que se ha llevado, pero no lo consigue. Llora y moquea con tanto desconsuelo que el suelo se moja entre sus zapatos. Yo intento distraerme del frío de mi pantalón, y del tirón de orejas que me duele a mí también; por eso me fijo en la fotografía que está colgada sobre la pizarra, un hombre calvo y con bigote, con una especie de cinturón que le cruza el pecho, y una chaqueta cerrada hasta el cuello –es el mismo de los sellos de correos que utiliza mi padre para sus cartas, él los compra en pliegos y yo los desprendo por las líneas de puntos y los guardo, uno sobre otro, en una cajita de plástico transparente-, y una cruz de madera, con un hombre de metal que está clavado en ella con los brazos en cruz y la cabeza baja. Yo los veo, pero ellos no nos ven, seguro. No les preguntará a ellos, supongo, hasta una niña de seis años sabe que ninguno de los dos puede responder, ni siquiera pueden vernos… ¿Cómo iban a dejar que Doña Carmen nos diera en las uñas con la regla de madera si ellos nos estuvieran viendo?
Tener que ir a casa a cambiarme de pantalones hace que, tanto mi hermana como yo, no lleguemos a tiempo de ponernos a la cola en el recreo. Cuando llegamos al patio central de las escuelas, las filas de los niños ya casi se han desbaratado, y las de las niñas ya no existen, ya han repartido toda la leche de polvos que llenaba los peroles de porcelana del color del vino tinto, y el que más y el que menos, se entretiene jugando.
Después del recreo me ha parecido que Doña Carmen entraba más tranquila en la clase, el tono de su voz suena casi afable, pero todas nos mantenemos en guardia.
Cuando Doña Carmen vuelve al templete donde está su mesa, con la tiza en la mano derecha, levantada como si fuera un arma dispuesta a atacar a la pizarra, da un paso que casi la levanta en el aire y cae estrepitosamente al suelo, con tal golpe en sus posaderas que ha retumbado la madera, y su alarido atraviesa en nuestros oídos y la pared de la clase, porque en seguida llega la maestra de la clase de al lado para ver qué ha pasado.
Lo que pasa es que, al acercarse Doña Carmen a la pizarra, dispuesta a meternos en la mollera las sumas y las restas, ha pisado los mocos que Maribel no había podido arrastrar con la manga del baby, y habían quedado en el suelo. Lo que pasa es que todas miramos muy atentas, con los cuellos estirados como las gallinas, alzadas sobre los pupitres para alcanzar a ver, pero sin atrevernos a dejar los asientos para que no nos riñan. Nos brillan los ojos e incluso nos reímos a escondidas y cuchicheamos mientras Doña Carmen se ve incapaz de levantarse y se agarra tanto a la maestra que intenta ayudarla, que casi la tira también.
Doña Carmen no volvió a pegarnos. No sé convirtió en una buena maestra, ni en una maestra buena; dejó de dar clase porque sus viejos huesos no soportaron la caída y tuvo que guardar reposo más tiempo del que ella quería y el Ministerio pudo tolerar. En su lugar, a mi escuela llegó una maestra joven, de piel clara y voz suave, que nos explicaba despacio lo que se puede conseguir jugando con los números, y las maravillas del mundo que nos esperaba fuera, de modo que todas teníamos ganas de comprobarlo y salíamos en algarada de la escuela.
Como me gusta leerte, cada día más
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Gracias, Lucía. Me importa muchísimo tu opinión. Lo sabes, verdad?
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Un día me voy a dedicar a jugar a encontrar lo que es cierto y lo que no de tus historias! 🙂
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Bueno, pues, para mi desgracia, y la de tantas otras, Doña Carmen nunca se cayó en mi aula al resbalar con las lágrimas y los mocos de los inocentes. Tampoco se cayó por ningún otro motivo, de modo que pasamos el curso entero disfrutando de su disciplina.
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Miguel, no hace falta que juegues, ya te digo yo, que es cierto. Cuántos recuerdos!
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