San Fermín

El encierro, es decir, los toros, los cabestros y un número incontable de personas, se dirige hacia la plaza atropelladamente. Como siempre, en los días del fin de semana, más gente de la recomendable, si es que este  criterio tiene cabida en estas fiestas, se suma a la calle, al alcohol, a la adrenalina, a los cinco minutos de gloria, y, como cada día de fin de semana de fiesta torera, más atropellos, más apuros, más codazos, más golpes contra las empalizadas, más puntazos…y más confianza en que el santo protegerá a los mozos extendiendo su manto para ellos. Demasiado pequeño el manto; demasiada paranoica la fe en esa protección cuando una de las puertas de la plaza permanece cerrada y, primero los mozos, y luego los animales, se estrellan contra ella y contra el amasijo de gente que tapona la entrada.

 

El hombre está en el tendido, de modo que puede ver bien la llegada a la plaza y la entrada en los toriles. Está llegando muchísima gente, no demasiado rápido, pero son tantos, que, desde lejos, queda bonito el baile de los trajes blancos y los pañuelos rojos en la cintura y el cuello. Parece una coreografía bien ensayada, hasta que unos cuantos caen, ya en la arena; quizás el primero resbaló, o tropezó, o, simplemente, se dejó llevar por el agotamiento de tantas  noches de alcohol e insomnio, y los demás acaban tropezando y cayendo también sobre él. Parecen autómatas, porque no dejan de llegar y de caer, y, son tantos, que no se puede abrir la puerta contra ellos y no se puede deshacer el nudo de brazos y piernas que va creciendo y creciendo entre el desconcierto de la gente. Algunos, en los tendidos, gritan desaforadamente como vía de escape para sí mismos, porque el griterío llega a los que vienen por el callejón, y a la propia manada, pero nadie sabe entender el por qué de tanta algarabía desesperada para avisar a nadie de lo que está pasando. Algunos gritan y otros no pueden abrir la boca.

 

El hombre no puede ni pestañear, tiene la mirada fija en la entrada de la plaza y no se atreve ni a  respirar, como si con cada inspiración suya, fuera a quitarle el aire a los que, dentro del montón, son incapaces de moverse. Algunos gatean por encima de las cabezas, aferrándose a los brazos de los que intentan escalar el vacío y nadie los sostiene. Los toros y los cabestros solo empujan, tampoco ellos encuentran la salida; no embisten, pero pisotean a todos hasta que alguien consigue abrir una puerta lateral y los bichos escapan por ella.

 

El hombre solo puede pensar en la cantidad de toneladas que están soportando los que están debajo del montón; están tan apretados que tiene la sensación de que los que tiran de ellos para sacarlos van a acabar descuartizándolos, sin conseguir liberarlos. Él sabe lo que se siente, él sabe lo que es querer respirar y no poder hacerlo, lo que es sentir que tus pulmones son negros y están vacíos y compactos y tú quieres que se llenen de aire y de luz y se vuelvan blancos. Siempre lo ha vivido así, negro, oscuridad, asfixia, ahogo, muerte… Se encuentra tan paralizado que piensa que sus costillas tampoco pueden moverse para darle un poco de aliento; ha comenzado a sudar, tanto, que innumerables gotas han empapado ya su piel y su ropa. Nota una presión en el pecho, pero no es nada comparado con el frío que le invade, como si estuviera desnudo sobre mármol…

 

Cuando de la montonera sacan a un joven desvanecido y pálido,  el hombre lleva ya quince segundos con una puñalada en el pecho. Le queda vida suficiente para aferrarse al brazo del hombre que tiene al lado en el tendido, sin hablar, sin gritar. Su expresión de angustia lo explica todo; y escucha, desde muy lejos, como piden ayuda a los sanitarios.

 

El balance de la jornada es de 23 heridos, 19 de ellos con lesiones por aplastamiento, de los cuales dos están muy graves. Hay que señalar, también, un infarto en la grada.

Guantánamo

Me desayuno esta mañana con la noticia de que Estados Unidos va a respetar el Ramadán para los presos de Guantánamo, y, por este motivo, no va a forzar la alimentación durante el día ni a los presos que mantiene atados ni a los que están en huelga de hambre… Qué detalle, qué considerados!!!.

La náusea me dura aún, a pesar del café solo que me ayuda a despertar cada mañana y me prepara el estómago para tragar sapos como éste. ¡¡Diez años ya, qué corto se me ha hecho a mí, que estoy fuera y soy tan inconsciente que no me siento amenazada!!! Diez años de privación de libertad, a espaldas de toda legalidad nacional o internacional, atropellando los derechos de unos pocos, y de sus familias, y de sus amigos, que ya no tendrán, y de sus conocidos, que quizás renieguen de cualquier relación y de cualquier trato con ellos…

La comunidad internacional no ha hecho ni hace nada al respecto. O peor aún, no solo consiente con una aquiescencia servil, sino que premia al representante del Tío Sam con el Nobel de la Paz.

Alfred Nobel destinó gran parte de su riqueza, adquirida gracias a la enorme destrucción que generaron sus invenciones sobre explosivos, a la Fundación Nobel, en un intento hipócrita de redención. No ha pasado tanto tiempo, ni somos tan diferentes.

Políticos

Ante el gravísimo accidente de autobús en Ávila, el ministro del Interior anuncia que se plantean establecer el límite de 70 km por hora para los autobuses que no llevan cinturones de seguridad.

El ministro visita la zona, y habla. No sé si piensan los políticos que sufrimos que esa es la actitud que esperamos de ellos con arreglo a su cargo.

No se le ocurre mejorar el transporte de viajeros por ferrocarril, que todos sabemos tiene un índice de siniestralidad muchísimo menor, salvo si hablamos de atentados, ahora que se están empleando a fondo para destrozar lo que queda de Renfe y tienen que salir los vecinos de los pueblos afectados a protestar porque sus niños se pasan la vida en el camino si les quitan el tren.

No se le ocurre que se instalen cinturones de seguridad en todos los autobuses que no los llevan por ser más antiguos que la normativa que les obliga a ello, o impedir que circulen si no están adaptados a dichas normas.

No se le ocurre pensar que un autobús que circula a 70 km/h por la carretera estorba al resto de vehículos que circulan por la misma vía, en el mejor de los casos.

No sabe el señor ministro, ni lo pregunta, ni parece que sus asesores sean capaces de informarle, de que un accidente de tráfico a 70 km/h en el que una persona sale despedida del vehículo por no llevar cinturón de seguridad, tiene también muchísimas probabilidades de ser mortal.

Cuando se conoce que el único responsable del accidente ha sido el conductor, que se ha quedado dormido al volante, el ministro, raudo y veloz, tiene la solución, restrictiva, como ocurre siempre en este país que no acaba de salir de la cultura del post-franquismo, donde parece que es mejor prohibir que educar, poner límites en lugar de practicar responsabilidades.

Deberíamos exigir a nuestros políticos que fueran medianamente inteligentes, que respetaran nuestra inteligencia, que la tenemos, y que tuvieran un mínimo de sentido común. Sólo eso.

Por fin, la vida…

Siempre fue el miedo. El miedo a los otros, o, quizás, simplemente era el miedo a verse a sí mismo tan desnudo y tan indefenso. Miedo a salir del refugio que le proporcionaba vivir en la sombra, siempre con la tentación de escribir lo que pensaba o lo que sentía, y siempre resistiéndose a caer en ella.

En algún momento indefinido, en algún momento sedimentado por muchos momentos previos, la muralla a su alrededor empezó a derrumbarse, la fortaleza que le protegía fue ya una cárcel, y se emborrachó de viento fresco y de luz para dejarse ir hacia la vida que le esperaba. Había necesitado muchos años, muchos caminos recorridos, muchos temores, muchas renuncias hasta asumir que había llegado el momento de ceder, de dejar de resistirse. Había llegado el momento de ser él mismo a pesar de todo, a pesar de sí mismo también.