El piano

Ya no soy un piano, en el sentido estricto de la palabra. Soy un mueble viejo y oscuro, con teclas que no saben sonar.

Después de tu partida me trajeron a esta Academia, no sé para qué. La señorita Ortiz lo intenta cada día, y, también cada día, un gesto de desagrado desbarata su sonrisa natural. El afinador no sabe qué más hacer, mueve la cabeza de un lado a otro, se muerde los labios y se desespera.

Y ninguno entiende que la música ya no tiene sentido porque no eres tú el que la siente en mí.

La muerte de Aniceto Pi

El día en que Aniceto Pi decidió morirse fue un día normal. Unos se habían levantado muertos de sueño, maldiciendo su suerte, o su desgracia, que los obligaba a trabajar; otros se habían despertado en los brazos de su amante y volvieron a enlazarse en un abrazo infinito, en espera de que la espera ante una nueva oportunidad de verse fuera corta; otros acariciaron la cabecita del bebé insomne, al fin dormido, y otros, sin más, apagaron la alarma y se fueron a la ducha.

Para Aniceto Pi tampoco fue un día extraordinario; tomar la decisión de morirse no era nada del otro mundo, era una consecuencia normal que casi se veía venir. En los últimos días había pensado en su madre, un “sargento cocina” que confundió toda su vida el orden con el amor a sus hijos; en su exmujer, que cumplió adecuadamente con las expectativas del primer amor y se había ido desinflando, poco a poco, hasta llegar a ser solo una buena amiga, luego, una amiga sin más, y, en estos momentos, una conocida amable con la que tenía intereses en común, sus hijos. También había pensado en ellos, y le reconfortó darse cuenta de que había hecho todo lo que estaba en su mano para que fueran buenas personas, y, ahora, ya talluditos, se veía libre de cualquier responsabilidad. En todo caso, él seguía ofreciéndoles su hombro pero no encontraba en ellos un hombro recíproco. Será lo normal, había pensado también, nos separan muchos años, yo casi estoy de vuelta y ellos empiezan el camino.

Aniceto Pi pensaba mucho y en muchos, pero, a veces, se dejaba adormecer en la playa de sus días mientras veía venir las olas. No se estaba mal así, tomar decisiones era, en ocasiones, demasiado cansado. Hasta que un día, de pronto -todo pasa de pronto, en un único momento, aunque se haya ido fraguando durante días o años, basta un momento para que, al final, suceda- se dio cuenta de que su vida era buena, pero no era la vida que había soñado; se dio cuenta de que, cuando se sentía mal o, por el contrario, era muy feliz, añoraba siempre a quién no estaba con él para compartirlo, se dio cuenta de que aún le quedaban sueños por cumplir, casi olvidados…

La vista de las olas mansas lamiendo la arena de la playa le había dado paz pero, poco a poco, la paz se había ido tornando en hastío. Por eso decidió morirse, dejar de ser lo que era y como era. Decidió ser valiente y arriesgarse ante los juicios ajenos sabiéndose coherente con su propio juicio. Morirse y renacer asiendo las riendas de su vida.