Cuando escribo estas páginas me doy cuenta de que escribo para ti, Isabel, aunque tú nunca llegues a leerlo.
Todo lo que guardamos dentro de nosotros puede aflorar sin previo aviso. Todo lo que hemos vivido queda dormido en nuestro interior, incluso creemos que ha muerto, pero despierta de golpe cuando alguien presiona el interruptor adecuado.
Ayer, como muchas veces antes, me acerqué paseando hasta el lago. Me gusta sentarme en un banco, con un libro, y, de vez en cuando, levantar la vista y embeberme de aquella tranquilidad, es como un bálsamo para mi corazón maltrecho.
Yo creía que estaba solo, el agua como una lámina de plata al atardecer, pero, cuando levanté la vista, vi que una mujer joven se había acercado a la orilla y miraba, inmóvil, la cabeza erguida, no lejos de mí, hacia el horizonte. Vi también que un hombre se acercaba, caminando despacio, mirando en su dirección y al lago. Se quedó detrás de ella y la abrazó por la cintura, la mujer se acurrucó amoldando su espalda al cuerpo de él y recogió con sus brazos los brazos que la abrazaban. Él escondió su cara en el hueco de su cuello y comenzó a besarla, una, dos, tres veces…, hasta que ella se volvió y se besaron en los labios, muy, muy despacio. Al poco se alejaron, abrazados, y, seguro que ni siquiera se dieron cuenta de que yo los observaba.
Aún me quedé unos minutos allí, esperando suavizar el arañazo que me hería la garganta. Luego, ya en calma, seguí recordando, recordándote, seguí cogiéndote por la cintura y besando el hueco de tu cuello, como tantas otras veces, cuando estabas a mi lado.
(De «Las memorias de Ismael Blanco»)