La gente de la plaza está repetida; bueno, quiero decir que cada vez que voy a la plaza veo a la misma gente. O casi.
Por la mañana, tempranito, hay una barrendera que se para a decirme cositas y se alegra de verme otra vez, y, cuando volvemos a casa, la mujer que limpia el portal también me conoce y sonríe mirándonos a mamá y a mí. A mediodía toda la gente es diferente y van de un lado para otro como si estuvieran muy atareados y, por la tarde, la plaza ya es un lugar donde quedarse. Por la tarde hay siempre una mujer muy mayor que se sienta inmóvil a ver todo lo que pasa, unos días con un chucho pequeño de esos que les cortan el pelo en verano para que no se mueran de calor, y otros días ella sola. Si no fuera porque mueve los ojos parecería una estatua. El perro, cuando está con ella, tampoco se mueve. Y luego está la pareja de viejos. Ella está consumida por los años, pero cada día se viste para bajar a sentarse, siempre en el mismo sitio; él está consumido por los años y por la enfermedad, con los pies enrojecidos y a punto de reventar en unas zapatillas que los ahogan a pesar de llevarlas siempre abiertas. De vez en cuando los dos viejos se dicen algo y, sobre todo, se fijan mucho. Algunos días, no todos, también está un hombre con el pelo muy recortado y la mirada perdida, pensando en algo de muy adentro. Una tarde volvió desde su mundo a la plaza para preguntar a mamá si yo era un cachorro pero en seguida volvió a ensimismarse.
Uno se acostumbra a ver la misma gente en los mismos sitios y yo creo que esto hace que te sientas más a gusto, como si estuvieras en casa.