Mamá y yo vinimos a la oficina, como cada día. Pero luego mamá salió y yo me quedé con el chico de la gorra y con el señor que viene por las tardes y siempre me llama “perrete”. Los dos me acarician y me dicen cosas lindas cuando llego, después yo me pongo a dormir en mi rincón, al lado del sillón de mamá, y hasta que nos vamos.
Mamá no volvió a mediodía. El chico de la gorra me llevó a otra casa donde había otra gata que no era Sofía y que, como Sofía, tampoco quería cuentas conmigo. Yo me adapto a cualquier cosa, y, además, el chico de la gorra me dio mi pienso y agua fresca, pero no comí. Yo olí todos los rincones, invité a Mía (así se llama la gata) a jugar y, como no me hizo caso, me eché a dormir en una cama pequeña que, supongo, debía ser la suya. El chico de la gorra me sacó por la tarde también a un sitio cerquita, que olía mucho a otros perros pero no tenía hierba. Yo hice todas mis cosas y por la noche, cuando ya era mucho más tarde de lo que salgo con mamá, volvió a sacarme; yo creo que tenía miedo de que hiciera pis y caca en casa. Me porté bien. Por la mañana fuimos los dos a trabajar a la oficina pero tampoco estaba mamá y, a mediodía, me llevó a nuestra casa (de mamá, de Sofía y mía) y yo supuse que allí estaría ya mamá esperándome. Pero tampoco, así es que la esperé yo a ella.
Mamá llegó a media tarde, arrastrando la maleta que le vi preparar dos días antes. Ahora ya sé que las maletas son signo de mal presagio; a Sofía tampoco le gustan, aunque ella se metió dentro cuando mamá la dejó abierta sobre la cama. Yo, cuando la vi guardada, me quedé más tranquilo.
Los nervios por volver a ver a mamá me duraron hasta la hora de dormir. No podía estar quieto; cuando veía algún perro, daba más brincos que nunca, cuando alguien me decía algo yo quería subirme por sus piernas, y, cuando mamá me decía “vaaaamos” yo hasta me echaba en el suelo para esperar un poco más. Luego ya hemos vuelto a la vida normal; que también es buena.
