Carnaval

Se puso la bata blanca sobre el pijama azul –no le gustaban los verdes; siempre le parecieron de quirófano-. Se calzó unos zuecos con la desconfianza de si, al final, se le mojarían los pies, y se puso al cuello el fonendo. No, en el cuello, no; parecía un sponsor  de una clínica de estética. Enrolló las gomas en una vuelta amplia y se lo metió en el bolsillo derecho de la bata, así tampoco se le caería al agacharse. Ya iba a salir cuando se acordó de los bolígrafos. Cogió uno negro, dos azules, uno rojo y dos rotuladores fluorescentes y los colocó como pudo en el bolsillo del pijama.

Se echó a la calle, entre gente que vociferaba y se abrazaba con gestos excesivos; entre payasos, dráculas, esqueletos, curas y monjas pintarrajeadas como putas, cupletistas y extraterrestres. Era sábado de carnaval y, desde hacía más de veinte años, él cambiaba las guardias para librar esa noche; para poder salir a la calle con la ropa de trabajo teniendo la certeza absoluta de que nadie iba a pedirle que se acercara al borracho que acababa de reventarse la cabeza contra el asfalto. Una vez más se sintió como un chiquillo que hace novillos en el colegio.

De piedra

Dijo que era médico. Y francotirador en Irak. Lo habían entrenado para ser un soldado de élite. Para sobrevivir en situaciones extremas. Para acechar y disparar. Para no pensar si aquellos hombres tenían hijos, queridos hijos, o una mujer que los esperaba en casa. Sólo eran blancos perfectos para su adiestrada puntería. Y malos. Eran los malos, el enemigo a batir. Estaba orgulloso. Y tranquilo.

Ahora, en tiempo de paz para él, había escrito un libro para contar su realidad. Y volvería a ser médico.

También contó que tenía un hijo, aún sin edad para ser soldado, pero al que educaba en los mismos valores que habían guiado su propia vida. Su hijo no había leído el libro. No le había dejado leerlo porque se decían muchos tacos en él.