De cojos

El tiempo es tan benévolo que invita a sentarse en los jardines y  las plazas. Estoy cansada de caminar y elijo un banco con el asiento de madera. Me dejo llevar. Tan sólo veo pasar la vida.

Un viejo deja un periódico gratuito sobre el banco de enfrente y, al momento, otro viejo lo recoge y se lo lleva. Pasan mujeres embarazadas, con los pies hinchados y enormes barrigas ceñidas por camisetas demasiado ajustadas. Pasan hombres y mujeres empujando carritos de niño y alguno de ellos se para a charlar con algún conocido, al resguardo del sueño del bebé, que no le mete prisa. Una niñita que no habrá cumplido los tres años, con un chupete en la boca, explora el cercado de hierro que delimita el césped y mira de reojo a su padre, que no la busca. Y pasan los cojos. Cada poco pasa un cojo, a veces, más de uno, con cojeras diferentes que los definen y  los identifican. Pasan sillas de ruedas con ancianos que ya no pueden caminar y salen, o los sacan, a tomar el sol de la mañana. Y mujeres mayores con sandalias liberadoras y pies maltrechos llenos de dedos torturados que las hacen cojear. Y un hombre joven que no sabe aún que tiene una pierna más corta que la otra y se inclina hacia un lado, ahora sí, ahora no. Y un hombre con el zapato izquierdo deformado porque, de niño, una rueda de carro le pasó por encima. Y una turista extranjera que lleva un aparato en el tobillo para que no se le caiga el pie cuando camina, pero, a pesar de todo, lo arrastra un poco. Y un niño que cojea ostensiblemente porque sus piernas de enano no han crecido por igual y sus caderas apenas tienen juego. Y luego están los que arrastran los pies; unos, con un roce intermitente porque sólo arrastran uno de los dos, y otros que, directamente, van barriendo el suelo.

Apenas corre el aire y una lluvia de hojas menudas y amarillas cubre el suelo de otoño y va desnudando los árboles. Un viejo dormita frente a mí, en un rincón al sol tibio de octubre. Pasa un viejo con boina y bastón que cojea de sus tres piernas. Yo decido caminar un rato hasta la hora de comer y, como cada vez que inicio la marcha, el dolor me roe la cadera izquierda y me alejo disimulando mi cojera.

Remedios

Remedios duerme poco. Desde la madrugada Remedios espera pacientemente en la cama a que las auxiliares vayan a levantarla; pero en realidad no espera. Remedios no conoce ya la diferencia entre el día y  la noche, entre comer y no comer, entre sus hijos y los extraños, y por eso ya no espera nada de nada ni de nadie. Remedios pasa el día sentada junto a la ventana, las manos sarmentosas descansando sobre la falda, el rostro girado hacia el cristal y la mirada ausente que no reconoce nada allí fuera.

Tan sólo hay un momento, cada día, en que los ojos de Remedios vuelven a brillar y algo que asemeja una sonrisa se dibuja en su boca. Cada tarde, una joven desconocida vestida de blanco, se le acerca y deja sobre la mesa un plato con dos rebanadas de pan frito. Y Remedios vuelve a comer el pan que su padre acaba de freír para el desayuno.

La casa

Volví a la casa por obligación, sin ningún afecto. Volví porque, muerto mi padre, alguien tenía que hacerse cargo de las gestiones y las cosas. Nunca como entonces deseé tanto haber tenido un hermano en el que apoyarme.

Entré como si el muerto fuera yo o como un extraño que da las luces y abre las puertas  y entra en las habitaciones como si estuvieran vacías. Vacías,  no; me daba cuenta, aun sin mirar, de que todo estaba en su sitio, de que todo seguía igual que la última vez, cuando madre me seguía por el pasillo, ahogando los sollozos con el mandil que arrugaba sobre la boca, sin decir nada, sin atreverse a decir nada, y yo salía de allí para no volver. No sé qué me empujó más a irme de aquella casa de hielo, si los gritos castrantes de mi padre o los silencios humillados de mi madre.

En realidad, sólo había sido feliz allí cuando chico, y no siempre. Mi único recuerdo feliz era el del abuelo, el padre de mi madre, cuando se sentaba en una silla de enea, al lado de la aspidistra del patio, y me contaba historias antiguas mientras yo merendaba pan con chocolate. Me fui como un sonámbulo hasta allí. Allí seguía la silla, con el asiento despellejado y seco y la madera aballada; pero no estaba la aspidistra. Mi madre cuidaba aquella planta que apenas necesitaba cuidados como si fuera el hijo pequeño que nunca llegó después de mí; la trasplantaba de cuando en cuando a un tiesto más grande cada vez, y le separaba hijos que plantaba en tiestos nuevos y colocaba alrededor del patio. No quedaba nada allí; una vez muerta mi madre, mi padre habría sido incapaz de cuidar de ellas, como no supo cuidar nunca de nosotros. Sólo quedaba una huella redonda en el suelo, la que había dejado el fondo de la maceta posada allí durante años; una circunferencia como de óxido bordeando un trozo pálido del patio escondido de la luz. Me quedé eclipsado mirando aquel vacío, la puerta del patio aún entreabierta y yo en el medio, sin entrar ni salir. Mi propio vacío  se rodeó de una herrumbre que me arañó la garganta como si tragara puntas oxidadas.

Me dejé caer en la silla del abuelo y me eché a llorar a borbotones.

 

(De las memorias de Ismael Blanco)