¿Te acuerdas?

Seguramente tú no te acuerdes, Isabel. Llevábamos ya unos meses sin vernos y nos encontramos por oportunidad – No, por casualidad, no. Nunca pasan las cosas por casualidad-. Tuve la sensación de que éramos dos extraños, un beso calculado en cada mejilla y un “hola, ¿qué tal?” tan convencional…, o quizás los dos nos protegíamos de nosotros mismos. Hablamos de cosas, de cosas ajenas y de cosas cercanas, y, poco a poco, el aire entre los dos se fue entibiando. No sé cuánto duró, veinte minutos o, quizás, toda la eternidad, y nos despedimos siendo ya nosotros mismos, sin escudos, envueltos en un abrazo que volvió a fundirnos como entonces. Y yo tuve la sensación de que volvía a estar en casa.

(De las memorias de Ismael Blanco)

Cuento para niños que tienen miedo a los médicos

Alberto y Jesús son mellizos. Alberto es un cuarto de hora mayor que su hermano y siempre va por delante: él empieza a toser y al día siguiente tose también Jesús; a él le duelen los oídos y a Jesús le duelen también al día siguiente. Este fin de semana han venido todos al campo para disfrutar del sol y del aire puro y Alberto ha amanecido con la cara colorada por la fiebre y no quiere desayunar. Jesús, en cambio, desayuna como un león y corretea sobre la hierba que rodea la casa rural donde se han alojado.

Papá le da a Alberto ese medicamento que sabe tan bien, menos mal que nunca salen de viaje sin él, y deciden tomarse la mañana con calma mientras esperan a que Alberto mejore y Jesús empiece a estar malo. Por la tarde, Alberto sigue sin comer, le ha vuelto a subir la fiebre y mamá dice que le huele fatal el aliento. Alberto solo quiere estar tumbado abrazando a Kika, su gallina de peluche, y papá y mamá deciden que hay que hacer algo: el campo no es Madrid pero en algún sitio habrá un médico que pueda ver al niño.

Entran los cinco en la consulta del Servicio de Urgencias, Alberto en brazos de mamá, Jesús en brazos de papá y Kika en brazos de Alberto. ¡Qué sorpresa! La enfermera que ha salido a buscarlos lleva un traje de color morado y una muñequita vestida de enfermera prendida en el bolsillo y la doctora que les espera dentro lleva un traje con dibujos donde se puede ver a un niño con un brazo vendado, tiritas, jeringuillas y un doctor calvo que sonríe. Alberto y Jesús las miran sin pestañear, no se parecen en nada al doctor de Madrid y a su enfermera. El doctor de Madrid lleva bata blanca, y tiene cara de enfadado y las manos siempre frías, y la enfermera les sujeta con fuerza y les tapa la nariz para que abran la boca.

La doctora se acerca a Alberto, le pasa la mano por el pelo y le pregunta si está malito y si la gallina está malita también, y la enfermera le pregunta cómo se llama la gallina, pero Alberto se calla y la abraza con más fuerza y es su madre la que dice que se llama Kika. Jesús sigue en brazos de su padre, pero ha dejado de esconder la cabeza en su hombro y se empina hacia adelante para ver qué pasa con su hermano. Alberto está tumbado en la camilla, y mamá se ha sentado a su lado. La doctora le ha regalado un palito de los de mirar la garganta y le ha dicho que abra mucho la boca para ver si tiene anginas y, para que no se asuste con la luz que va a usar, se la ha colocado antes en un dedo y el dedo se ha iluminado como el piloto de su cuarto cuando apagan la luz. Alberto y Jesús miran con curiosidad el dedo rojizo y casi transparente y sonríen, aunque Alberto sonríe menos porque otra vez le ha subido la fiebre.

-Si abres mucho la boca y dices “¡Ah!” muy fuerte, a lo mejor no necesitamos palo, ¿vale? Y Alberto abre la boca todo lo que puede y dice “¡ah, ah, ah…!» durante muchísimo rato, hasta que la doctora le dice que se ha portado muy bien y que tiene anginas.

Luego ya los mayores hablan de cosas de mayores, como cuánto hay que darle de no sé qué y tres veces al día y no sé cuántos días. La enfermera le dice que con la fiebre va a crecer mucho, pero él no está seguro de querer crecer así, a golpes de ponerse malo, y también le pregunta cómo se llama su hermano, pero es papá el que le dice que se llama Jesús.

-Bueno, Alberto, como te has portado muy bien, voy a hacerte un regalo -la doctora abre un cajón de la mesa de la consulta y saca una hoja blanca con un dibujo de líneas, como los que tienen en el cole para colorear- y para ti también, Jesús, por si acaso mañana te pones malo tú también.

Los niños alcanzan a coger las láminas y las miran con atención y, ya en la puerta, sin que papá y mamá les digan nada, se vuelven sonriendo y les dicen adiós con la mano. Primero Alberto y luego Jesús.

El monstruo

Manu sabía que, en ocasiones, no debía salir de su habitación. Se lo había dicho mamá. Mamá le había dicho que algunas noches papá no podía dormir en casa porque trabajaba fuera. Y le había dicho también que había un monstruo que siempre les acechaba y quería entrar en casa cuando papá no estaba y no podía protegerles. Por eso, aunque mamá decía que la habitación de los niños no debía tener  pestillo, había puesto uno en la suya para que Manu pudiera encerrarse allí cuando sintiera al monstruo entrar por la puerta. La última vez mamá le había gritado que se fuera, que los dejara tranquilos en casa, pero el monstruo empezó a aporrear la puerta de entrada y Manu huyó hacia su cuarto, cerró la puerta tras de sí y se quedó apoyado en ella, sin moverse. Cuando sintió los gritos más cerca y gente corriendo por el pasillo, se empinó, pasó el pestillo y se fue al rincón más lejano, se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas para que no le temblaran. También probó a taparse las orejas y a apretujar los ojos, y entonces vio estrellitas en la oscuridad y los gritos se alejaron hasta casi desaparecer.

Esta noche los dos habían esperado a papá para cenar, pero papá no había llegado. Mamá le había dicho que era muy probable que papá no pudiera darle un beso de buenas noches y se durmió sin llegar a escuchar el final del cuento que ella le estaba contando. Se despertó cuando el monstruo de su sueño, un gigante que tenía los ojos de fuego y unas manos enormes con uñas afiladísimas se acercaba a él para agarrarlo. El salto que dio para escapar casi le hizo caer de la cama. Entonces oyó los golpes y los gritos. Sin duda su padre no había regresado y mamá luchaba con el monstruo. Se metió bajo la cama y se tapó los oídos. Su barriga sobre el suelo se movía cuando los golpes eran más fuertes. El monstruo debía estar destrozando los muebles y mamá gritaba y  el monstruo también. De pronto todo cesó, los gritos y los golpes, y Manu salió de su escondrijo y se acercó de puntillas hasta la puerta de su cuarto, pegó la oreja a la madera y escuchó atentamente.  Esperó a que mamá viniera a buscarlo, como otras veces, pero mamá no vino. Manu iba a llamarla pero pensó que, quizás, el monstruo no se había marchado aún, y siguió mudo en su cuarto un poco más. Era imposible que mamá se hubiera ido sin él, mamá nunca haría eso. Manu empezó a llamarla, primero con un susurro, luego un poco  más fuerte, pero mamá no apareció. Manu se atrevió a abrir la puerta y salió al pasillo, en la entrada de la cocina había trozos de platos rotos, su taza del desayuno y un tenedor y la consola de la entrada estaba volcada en el suelo y el espejo de la pared roto. Manu se quedó parado en medio del pasillo, sin atreverse a entrar a las habitaciones; seguramente mamá también se habría escondido y eso quería decir que el monstruo todavía estaría por allí. Con la mano siguiendo la pared fue dando pasitos cortos, las piernas se le habían vuelto de madera. “En su habitación. Mamá estará escondida en su habitación”. Manu llegó hasta la entrada del dormitorio, la mano en la jamba de la puerta y él un poco rezagado aún, sin atreverse a entrar. Vio a mamá tumbada en la cama, boca arriba, con la cabeza vuelta hacia la puerta y mirándolo a él con los ojos muy abiertos. Y no le decía nada. Mamá se había manchado con mermelada de fresa, debía de haber roto el frasco entero en la pelea con el monstruo porque tenía la ropa llena de manchas rojas de mermelada de fresa.  Mamá debía estar tan cansada que se había quedado dormida con los ojos abiertos. Manu iba a correr hacia ella cuando lo vio. El monstruo seguía allí, en un rincón, encorvado y con la cabeza entre las manos y a Manu le pareció que estaba llorando, si es que los monstruos eran capaces de llorar. “¿Mamá?”. De nuevo Manu no podía moverse, ni podía gritar para asustar al monstruo y que se alejara de allí. Manu ni siquiera podía respirar. Tan solo podía sujetarse agarrado al marco de la puerta, los dedos agarrotados sobre él. Entonces el monstruo se dio cuenta de que Manu estaba allí y levantó la cabeza del hueco de las manos para mirarlo. Manu entreabrió los labios para nada, tampoco pudo pestañear y se había quedado definitivamente pegado a la pared. El monstruo comenzó a moverse hacia él, los brazos largos caídos y un brillo de metal en la mano derecha. Manu lo reconoció cuando su cara salió de la oscuridad; un calor húmedo empezó a extenderse por el pantalón del pijama y la orina empezó a gotearle sobre los pies desnudos.

Afuera se oía gritar: ¡Abran, abran, Policía!.