De moscas

La mosca merodeó perezosa por el borde de los tazones y acabó posándose en el hule que protegía la mesa para el desayuno. Trompeteó en una gota de café con leche que el padre había vertido y se alisó las alas con las patas traseras. Eduardo pensó que se estaba relamiendo, que, seguramente, esa sería  la manera en que las moscas disfrutaban de un manjar, y pensó también que a él le gustaba más el cola-cao, pero sobre gustos no hay nada escrito, decía su madre, y, quizás, por una vez, su madre tuviera razón.

La mosca se alejó un poco, visitó el azucarero y el mango de la cuchara que se hundía en la leche con madalenas de su hermana y escapó velozmente del manotazo que su madre le lanzó. Eduardo no pudo seguirla con la vista porque su madre le apremió a que desayunara si no quería llegar tarde al colegio, y tuvo que aplicarse para que tampoco le llegara a él el manotazo de la madre. La energía estaba muy mal repartida a aquellas horas, madre era la única que estaba viva, ¡y de qué manera!,  dando órdenes a diestro y siniestro y moviéndose sin parar, padre se movía, eso sí, pero en silencio, con cara de pocos amigos y como si no viera a nadie  –lo único bueno de esto era que, si no te veía, tampoco podía reñirte-, y Lola…, Lola estaba desde por la mañana escribiéndose con las amigas en el móvil y mirándose al espejo y, además, lo trataba siempre como si fuera un niño, bueno, como si ser un niño fuera algo… a evitar.

Eduardo pensó que la mosca debía de tener mucha hambre para atreverse con aquella familia, aunque, para un momento, seguramente no eran tan malos. Madre seguía metiendo prisa mientras se afanaba en el fregadero pero él no quería moverse porque se había dado cuenta de que las moscas solo se posan sobre cosas que no se mueven, y por eso había dejado la mano izquierda sobre la mesa, un poco alejada del tazón y de todo lo demás, y se había puesto a pensar muy fuerte en que la mosca acabaría dándose cuenta e iría a posarse sobre su mano.  Siguió así un par de minutos más, mientras buceaba en el cola-cao con la cuchara en otra mano buscando restos de galletas y mirando de reojo la mano inmóvil, que se le estaba quedando como muerta –Eduardo había leído en un libro muy viejo que en un circo de hace siglos había un domador de pulgas saltarinas, pero nada sabía de que alguna vez hubiera habido un domador de moscas; sin duda era mucho más difícil domar moscas, que se te escapan volando a la menor, que domar pulgas, que solo son capaces de saltar y llegan cerca-. Dejó de respirar un momento para concentrarse mejor y en seguida la mosca se posó en el hule, caminó un poco hacia la mano chupeteándolo todo y, finalmente, voló hasta situarse sobre el nudillo de su dedo índice. Eduardo la miró de reojo para no asustarla y siguió inmóvil mientras ella se alisaba las alas sobre su mano, se creció un poco al reconocer que la mosca había acudido a su llamada y decidió que, de momento, era suficiente; un domador de moscas debía tener mucha paciencia pero había observado que las moscas tenían más bien poca o, quizás, era, simplemente, que se cansaban. Su madre, no; su madre nunca se cansaba de aguijonearle y ya estaba otra vez metiéndole prisa; menos mal que él tenía muchísima paciencia, como cualquier domador de moscas que se preciara de serlo.