De amor y olvido

Se sentó en el rincón donde le gustaba leer y se quedó allí, con la mirada perdida y el cerebro a mil revoluciones. Intentó primero ordenar sus pensamientos, pero huían despavoridos en cuanto un punto de razón se les acercaba, de modo que decidió investigar sus emociones, y, sobre todo, decidió bajar hasta aquel pozo oscuro que le había ido perforando  en los últimos tiempos. Al cabo de tres horas le dolían las pantorrillas agarrotadas y eso le devolvió al mundo real como si despertara de un mal sueño. Entonces, un único pensamiento se abrió paso en su cerebro y se oyó decir en voz alta: “Si no puedo forzarla a que me quiera, puedo forzarme yo a dejar de quererla…”

Y en los meses siguientes se hizo sangrías en el ánimo, y palideció un poco más; se vendó los ojos para aprender a caminar a ciegas, y se cayó cien veces y se levantó ciento una; se tapó la boca con una mordaza pero escuchó los gritos de desesperación en su cerebro, y decidió, al fin, no moverse más para creerse muerto… hasta que una mañana ya no se reconoció al verse en el espejo, vio sus ojos, sus cejas, su nariz, su boca, pero no era él, y se dio cuenta, por el nudo que sentía en el pecho, de que seguía queriéndola, aunque ya no recordaba ni su nombre ni su cara.

La lucha

La balsa flota a duras penas en mar abierto, muy lejos de la playa y lejos, también, de cualquier refugio, a merced de la tormenta, a merced del pánico. Nada existe ya, ni la miseria ni la esperanza que los ha empujado hasta el mar; tan solo la necesidad violenta de no volcar, de no dejarse engullir por las olas. Dejar atrás esta muerte para alcanzar otra vida y otras muertes.

Solo

Cuarenta y cinco años casados y dos de novios, que se dice pronto. Y, de todo este tiempo, juntos prácticamente siempre, que, hasta para parir, se paría en casa y la mujer no salió al hospital. Hasta hoy.

La mujer le dejó comida para una semana y recomendaciones para un vida entera, y se fue con lágrimas en los ojos a casa de los hijos, para operarse de aquel bulto en la matriz. Ella iba a estar mejor cuidada y él debía quedarse a cuidar de la casa y del ganado, que no entiende de enfermedades ni operaciones. Y allí estaba él, cumpliendo rigurosamente con los horarios y las tareas de cada día, como si nada;  hasta que llegó la noche y se vio solo, y miró a su alrededor, y pensó en la cena y encendió la chimenea… y se puso a cantar, sentado a la lumbre, unos fandangos de Huelva que aprendió cuando la mili. Y hasta las palmas tocaba para acompañarse.

De fatigas

Cuando llevaba algún tiempo agobiado, la fatiga se apoderaba por completo de él, caminaba como movido por un resorte, eficaz pero rígido y poco armónico, y su voz se tornaba monocorde. No discutía por economizar fuerzas, pero tampoco se entusiasmaba con nada; él solía decir que se quedaba como en estado latente, esperando que la vida regresara de nuevo.

Decidió hacer un alto en el camino y comerse el bocadillo que había comprado a media mañana. Se sentó en el respaldo de un banco de madera -los pies en el asiento-, sacó el paquetito de la mochila y empezó a desenvolverlo con cuidado. En el papel, una gran boca sonriente de color azul estaba rodeada de un texto: «Usted compra comida pero le regalamos una sonrisa».

Lo leyó dos veces más antes de que las comisuras de su boca se parecieran algo a aquel dibujo azul; comió despacio mientras observaba unos gorriones bañándose en el goteo constante de un grifo, en medio de la plazuela. Picoteaban salpicando en un charquito, sobre la piedra, y se esponjaban aleteando bajo aquella ducha improvisada.

Al poco, él dejó de sentir el tacto áspero de la ropa sobre su piel, incluso le pareció que el goteo del grifo le resbalaba por la espalda, como a los gorriones, arrastrando un poco de aquella fatiga. Dio un último bocado y decidió seguir; al bajarse del banco los pájaros revolotearon nerviosos y en seguida volvieron a su juego. Se acercó a la papelera pero en el último momento cambió de idea, alisó el papel como pudo, lo dobló cuidadosamente y se lo metió en el bolsillo.

Otoño

Los barrenderos  no me dejan pisar

las hojas del otoño,

las busco

como los niños buscan los charcos

para chapotear

y ellos me miran amenazantes

cuando les desbarato un montón echándolas al aire;

alguno, incluso me vocea “¡señora!”,

me habla de usted porque cree que estoy loca

y amaga con pegarme…

pero se queda quieto y me mira,

que luego

le da miedo esa locura

capaz de lanzar sueños

al viento.