Limosna

-¿Puede ayudarme, señora?

Abro la puerta del coche y me vuelvo para ver al hombre que me habla desde la acera de enfrente. Es un hombre mayor, aunque no viejo, con barba de varios días y un gorro de estambre oscuro; lleva una chaqueta gris y grasienta que hace mucho tiempo debió de ser parte de un traje y me muestra tres o cuatro paquetes de pañuelos de papel que lleva en la mano, ofreciéndomelos. Me disculpo e intento demostrar que tengo prisa pero él atraviesa la calle y se coloca a mi lado, buscando mis ojos mientras yo rehúyo su mirada. Al final decido que la forma más rápida de terminar es buscar unas monedas y dárselas. Saco tres euros del bolso y se los alargo sin ni siquiera mirarle y el hombre, que ya había dejado un paquete de pañuelos en el asiento del coche a través de la puerta entreabierta, al ver las monedas, rápidamente coge otros dos paquetes y me los tiende.

-¡No, no! No es necesario- le digo; pero él protesta y se apresura a decir con firmeza: “No, señora. Me ha dado tres euros. Es mi obligación”. Me quedo callada, de pronto me doy cuenta de que esa necesidad de compensarme es la razón de que él conserve su dignidad y yo recupere la mía. Ahora sí le miro a los ojos, y sigo mirándole cuando él regresa a la acera de enfrente y se aleja contando las monedas.

A la hora del té

Desde donde estoy tengo una vista privilegiada de la plaza del Corrillo; pido un té rojo con limón, recordando otros tés, y observo el verano que se niega a abandonar la ciudad.

Un camarero ha salido a fumar a la calle y el barrendero que trajina por allí casi le barre los pies, esperando la colilla que no acaba de caer; hay un par de hombres con traje de ejecutivos en una mesa de la terraza, desentonando entre los turistas que aprovechan a comer tarde y los estudiantes que caminan con los libros en el brazo, camino de la Facultad. Como aún hay poca gente sentada, los pájaros se atreven a revolotear entre las mesas vacías, picoteando migajas aquí y allá. Hay uno que se sujeta en el borde de una silla y se balancea, como los niños en los columpios, antes de echarse a volar de nuevo. La vida pasa a mi lado y me invita a acompañarla.