Desde que la vio llegar a la puerta del instituto y los nervios del primer día la hicieron tropezar y caer, y él le tendió la mano para ayudarla a levantarse, ya no pudo desprenderse de su mirada, ya no pudo cerrar la puerta por la que ella había entrado en su vida sin pedir permiso y ya todo el mundo se habituó a verlos caminar así, con las manos enlazadas, como siameses que desconocen la soledad.
Pasó mucho tiempo, hubo muchos millones de momentos, hasta que ella empezó a sentir que la mano acogedora de él la ataba, que la frontera a la que se llegaba con los brazos de los dos extendidos dibujaba un mundo diminuto y ella quería ir más lejos, mucho más lejos, para poder regresar y, quién sabe, volver a irse después.
Se alejó una tarde cualquiera, sin ni siquiera tener que decirlo; ella tiró un poco de su mano y al momento él abrió la suya para dejarla libre, como se deja que el agua escape del cuenco que hacemos con ellas para beber, irremediablemente.
Cuando ella volvió estaba más guapa que nunca, quizás también un poco más triste, más lánguida; él la vio llegar de lejos y la esperó con las manos en los bolsillos de los pantalones, que empezaron a moverse por el temblor. Ella se acercó en silencio, sonrió y con delicadeza metió la suya en el bolsillo de él buscando entrelazarse con sus dedos, con toda la nostalgia y con toda la ternura de que era capaz después de tanto tiempo, pero no reconoció el tacto de aquella carne temblorosa. Él se liberó despacio y sacó del pantalón aquel amasijo de cicatrices en el que se había convertido su mano, para que ella la viera, y, sin mediar palabra, empezó a llorar.
Ella no preguntó, pero, si lo hubiera hecho, nadie le habría podido explicar cómo había ocurrido aquel accidente. Todos sabían que, cuando se atascaba la sierra, había que pararla e intentar desatascarla después. Todos los sabían, él el primero, y todos le avisaron de que no metiera la mano, pero él no les escuchó, él se fue a la sierra como un loco, como si hubiera querido amputarse la mano desde siempre.