La casa es tan pequeña que, a poco que pase algo de tiempo, ojo no vaya la enredadera a comerse la fachada, de tan frondosa como está, aunque parece recortarse un poco para dejar sitio a la bruja, que todo el día dale que te pego vigilando la puerta para que nada ni nadie entre o salga al descuido. Hasta la puerta separa, que se abre a la mitad para que la casa no se invada o se vacíe de golpe. No hubo nunca geranios en el balcón, que a la bruja le asusta tanto color y tanta alegría, no vaya a ser que luego se amustien o le roben las flores y la dejen suspirando por el rojo reventón; el cactus no, el cactus es otra cosa, crece y crece en la bota rota y nadie lo toca ni se le acerca.
Que no quiere la bruja vida social, que las vecinas son todas unas cotillas y andan todo el día con que si entra o con que si sale, con que si gruñe o se ríe, a saber de qué. Que no quiere ella que conozcan que, en las noches de luna llena, ella ríe y baila hasta el amanecer y luego se duerme abrazadita a aquel hombre que llega siempre descalzo, preguntando por sus botas.