-¡Elvirita, no te acerques al perro!
El padre de Elvirita grita para que el grito frene a la niña, que corretea descuidadamente alrededor del animal llamando su atención, el perro se asusta un poco al oír aquel vozarrón con tanta premiosidad y abre los ojos y mueve la oreja libre mientras sigue sesteando tumbado en el porche, sin reconocerse amenaza para nadie y, menos aún, para aquella criaturita volandera, y Elvirita, sorprendida también, se queda en off, con los bracitos levantados como las aspas de un ventilador, con el brinco a medias, y, tras un momento de desconcierto, se aleja de puntillas y algo encogida, retrocediendo con el índice en los labios, en demanda de un silencio cómplice.
Elvirita tiene cuatro años, y no tiene miedo de los perros ni de nada, aunque, cuando su padre grita y se enfada nota que la ropa se le afloja algo y el ombligo se le mete para adentro, un poquito. Cuando pasa esto, ella se queda muy quieta, en medio de cualquier sitio y de cualquier cosa que estuviera haciendo, y el tiempo pasa a su lado, y con el tiempo el peligro, y todo vuelve a la normalidad.
El padre de Elvirita tampoco tiene miedo de los perros, aunque haya gritado a la niña para alejarla de allí. El padre de Elvirita tiene miedo, mucho, muchísimo, de que a la niña le pase algo malo, e intenta protegerla de todo y de todos porque todo puede ser una amenaza para ella. Si un día le pasara algo, sería capaz de cualquier cosa. De cualquier cosa.
El perro no tiene nombre, porque, en realidad, no tiene dueño. Tuvo uno hace unos años, que lo dejó abandonado en un camino cuando aún era un cachorro desorientado, y ahora, cuando erraba por las afueras de aquel pueblo, unos jóvenes desaliñados, recién llegados como él, le dieron comida y agua y él se sintió feliz de merecer atención una vez y movió el rabo muchas veces para demostrarlo, y se quedó allí, por fin en un hogar.
El bochorno de agosto levanta flama sobre el asfalto y el canto de las chicharras penetra en las casas a pesar de los postigos echados. Elvirita y su primo Enrique, tres años mayor que ella, también se han echado la siesta, a la fuerza, como cada día, y aprovechan la ausencia de los demás para trastear a gusto. Juegan al escondite y luego salen al porche desierto, donde el perro duerme, la piel aleteando sobre sus costillas, la lengua asomando en la boca entreabierta. Corretean alrededor del animal pero no consiguen que despierte de su letargo, por lo que Enrique coge una rama tronchada y empieza a azuzar al perro con ella mientras Elvirita observa desde cerca. Cuando la punta de la rama se clava entre las costillas, el perro gruñe y da un rabotazo contorsionándose. Antes de poner las cuatro patas sobre el suelo la boca ya ha enganchado el brazo de Elvirita pero en seguida cede y suelta, solo la marca de los colmillos, como un aviso.
El padre llega desencajado, el llanto de la niña lo ha despertado y aún no sabe ni dónde está. Elvirita llora aunque el brazo no le duele, llora porque se ha asustado al ver la reacción del perro y porque, de inmediato, ha entendido que lo que Enrique estaba haciendo era una de esas cosas que no se deben hacer. Su padre la zarandea como para comprobar que sigue viva, sólo ha sido un susto, dice alguien, pero los alaridos de su padre tapan todo lo demás, incluso el canto de las chicharras ha dejado de escucharse. El perro también se ha asustado y ha reculado un poco esperando que vuelva la calma, y no se resiste cuando el padre de Elvirita lo agarra por el cogote y lo arrastra hacia fuera, ya le ha pasado más veces; sólo gruñe un poco cuando nota la presión en la garganta, cuando se da cuenta de que la cuerda aprieta demasiado y tiran de ella, y lo levantan del suelo. El padre de Elvirita vocifera “¡Te lo dije, te lo dije, que no te acercaras al puto perro!”.
Todos miran, incapaces de reaccionar, mientras el perro bate desesperadamente el aire con las patas, buscando un apoyo inalcanzable. Elvirita no puede moverse, no puede llorar ni puede dejar de mirar ni a su padre enfurecido ni al perro, que se ha dejado morir, exhausto.
Elvirita tiene un agujero inmenso donde debería estar su ombligo. Ni siquiera se da cuenta de que sus sandalias están empapadas porque se ha orinado encima.