Domingo de otoño.

Alfonso cogió los bártulos y se subió al coche para volver a casa. Pensó, como cada domingo que salía de hacer una guardia, que hacía un día magnífico para regresar y para descansar, para andar a su aire, y aquél sí que era, en realidad, un precioso día de otoño, lleno de luz y de ocres. La rutina de los viajes le empujaba a fijarse en los detalles; los cambios en el paisaje, el pastor que, cada domingo a la misma hora, caminaba por la orilla de la carretera, los vehículos parados en la fuente, los que aprovechaban las primeras lluvias para recoger setas, y algunos cazadores con sus perros. Sobre uno de los puentes de la autovía vio a un cazador cargado con su escopeta y, a medida que se acercaba, reconoció el movimiento de tres perros. Alfonso vio al hombre girarse y mirar el coche, nadie más circulaba en ese momento, y, al cabo de unos segundos, le vio plantarse tras la barandilla y subir la escopeta hasta el hombro.  Notó que se le encogía el estómago cuando intuyó el disparo, e, incrédulo aún, se dejó invadir por aquella sensación de calor y dejadez que le llenaba por completo. Cuando el coche se estrelló contra uno de los pilares del puente, Alfonso ya no respiraba y el cazador había desaparecido con sus perros.

Al día siguiente el periódico daría la noticia como un accidente de caza, un conductor muerto por un tiro perdido.  Solo dos personas en el mundo sabían de verdad lo que había pasado, pero una estaba muerta y la otra no tenía ninguna intención de contarlo. Y los perros no hablan.

Un día más

Se apoya en un bastón demasiado alto que coloca un poco oblicuo al caminar y casi arrastra en la otra mano una bolsa de plástico con muchas vidas, vacía y arrugada. Mira al suelo de cerca -los años siempre se posan en la espalda y doblan a uno por la mitad y le agarrotan las piernas, hinchadas y torpes-, se acerca a la frutería de la esquina y mira y remira el género y hasta toquetea un melocotón mientras el muchacho del puesto de fruta hace como que no la ve. El bastón, la bolsa, el monedero y la vista cansada son demasiados enemigos juntos y por eso ofrece la cartera al muchacho, mirándole a los ojos, y él mismo coge las monedas y también le cuelga la bolsa preñada en la mano izquierda. Se gira lentamente y comienza a caminar mientras la mirada protectora del frutero la acompaña hasta que libra la acera.

Crisis

Yo soy como todos ustedes. O mejor sería decir, “yo era como todos ustedes”. Yo llevaba trabajando en una empresa familiar más de veinte años, con un sueldo modesto, pero seguro. ¿Modesto? ¿Se le puede llamar modesto al salario mínimo más algún complemento?. No, ni hace cinco años, ni ahora mismo, se le puede llamar modesto a eso. Lo que pasa es que yo siempre he sido muy ahorradora, muy mirada para no gastar y apañarnos con poco en casa, que eso lo aprendí de mi madre, que en paz descanse, que pasó la guerra y se acostumbró a guardar para cuando vinieran tiempos peores… Tiempos peores, pero, ¿tan peores?; ¿tan peores como estos que estoy viviendo ahora…?

Cuando empezó la crisis, todo se precipitó. Yo me apañaba con mi sueldito, pero me despidieron, y el paro se terminó, y mi hijo cerró el negocio que tenía, que tenían, porque trabajaban los dos en él y ahora son dos parados a la vez, pero sin paro, porque trabajaban por su cuenta; y yo, con mi casa avalando su negocio, y ellos, fuera de la suya porque no pueden pagar su hipoteca…

Lo que parece negro un día, se vuelve gris oscuro al día siguiente, porque cada día es peor que el anterior. No me quejo, porque salud, tengo. De momento. Ellos buscan trabajo entre las piedras, más que trabajo, cosas que poder hacer, algo que permita traer dinero a casa para poder vivir, y yo, limpio casas cuando me llama alguna vecina, pero este barrio es pobre, cada uno tiene que limpiar su propia mierda, y en las empresas no quieren viejas como yo, que se doblan de dolores cuando se machacan.

Hoy he salido a pedir a la calle, porque vamos a comer unas patatas viudas y a la noche no sé qué vamos a cenar. Sí, ya hemos ido a un comedor social, pero tampoco podemos ir todos los días, hay demasiada gente todos los días. No dan abasto.

Yo ya he perdido mi dignidad; no saben ustedes cómo se van bajando escalones hasta el pozo donde estoy. Primero te asustas por lo que pueda venir, luego te enfadas, te enfadas muchísimo con todo y con todos porque no es justo y tú no te lo mereces, y quieres exigir tus derechos, que todo el mundo tiene derecho a vivir siendo honrado, y quieres quemar en una hoguera a todos los políticos corruptos que roban con tanto descaro, y la rabia te va nublando el cerebro…pero luego ya te vas resignando, como si fuera natural que te den golpes, y tu los aguantes sin protestar.

He entrado en un supermercado a pedir a las clientas, y me han mirado con dolor, lo he visto en sus ojos, y me han comprado leche y pan y arroz, y se me han llenado los ojos de lágrimas y de agradecimiento. Luego he entrado en el bar de la esquina; había dos hombres tomando un café, cada vez hay menos gente, a todos nos va peor…Uno de ellos no ha querido mirarme siquiera, seguramente le asusta darse cuenta de que alguien como él, yo soy alguien como él, puede necesitar pedir para comer, y prefiere cerrar los ojos y negar la evidencia. El otro me ha mirado con miedo, como si fuera a contagiarse, y me ha puesto un par de euros en la palma de la mano, sin levantar la mirada. Le he dado las gracias; he recogido un cruasán que me ha envuelto el camarero en papel de aluminio y he salido de allí. Despacio, pero con la cabeza alta.