Novela negra.

Ninguno de los dos cumple ya los setenta. Caminan por la acera, esquivando gente más joven y  más resuelta que, sin duda, va hacia alguna parte. Él, un paso por delante, ella, más pegada a la pared, y, junto a ambos, un mozo de hotel, con uniforme negro y ribeteados blancos, que lleva una maleta grande y pesada. En la manga, una etiqueta de tela bordada donde se lee “Gran Hotel”.

Los viejos pasan junto a la librería y se paran, primero él y luego ella, a mirar un enorme cartel que anuncia un certamen de novela negra. La novela ganadora se multiplica muchas veces alrededor del cartel y en la estantería. En la cubierta se lee el título enmarcando una fotografía en sepia, donde puede verse a una pareja de ancianos que llega a un hotel de lujo, acompañados de un mozo uniformado que acarrea una maleta.     

Personajes I

-¡Mierda!- Torció la boca en un gesto de dolor y tiró la maquinilla de afeitar en el lavabo, mientras se abalanzaba a por un trozo de papel higiénico.

¡Joder! Siempre igual… –pensó mientras retiraba con una toalla los restos de jabón. Sin querer, se llevó por delante también el hilillo rojo que corría por el cuello y el papel secante, manchado de sangre, que se desprendió y cayó sobre el agua retenida, nadando entre isletas de espuma a medio deshacer. Afanado como estaba, la vio a través del espejo, despeinada y con los párpados hinchados por las pocas horas de sueño, empujando con su cuerpo la puerta y pasando a su lado. Instintivamente se apretó contra el lavabo para dejarle sitio, pero ella pasó sin mirarle.

Ya manchaste la toalla… Más vale que te dejes barba-. La oyó con ese tono plomizo que utilizaba cuando estaba molesta con algo, y que cada día le resultaba más familiar. No le contestó, no merecía la pena. Aquello no era una conversación, de modo que salió del baño sin decir nada.

Se bebió el café que había preparado antes de ducharse y se comió a tropezones las galletas, de pie junto a la encimera; al menos había tenido la precaución de no vestirse antes, no fuera a tirarse el café sobre la camisa limpia, y eso sería ya una tragedia porque, de su antiguo fondo de armario, le quedaban dos camisas presentables y la otra estaba sucia del día anterior. Bien era verdad que los puños de ésta se veían desgastados por debajo de las mangas de la chaqueta, pero él había conseguido una cierta habilidad para que quedaran medio ocultos, se tiraba de las mangas desde las sisas antes de entrar a una entrevista y así, cuando extendía el brazo para estrechar la mano y saludar, los puños quedaban rezagados, allá en el fondo. Además, utilizaba corbatas discretas, había arrinconado las de colores o estampados llamativos, para evitar que la mirada de su interlocutor se fijara en ellas y, de paso, lo hiciera también sobre las puntas requemadas del cuello de la camisa.

Se vistió con cuidado, con gestos ensayados cada día de cada año de los dieciocho que había pasado visitando médicos y hospitales, saludando con una sonrisa de anuncio de crema dental y  un apretón de manos, ni demasiado fuerte ni demasiado flojo –el lenguaje corporal es importante, le decían en las charlas de marketing-, pagando cafés o lo que se terciara, repartiendo literaturas de medicamentos que ya hasta le habían escatimado en los últimos tiempos.

-¿Qué vas a hacer hoy?- le preguntó ella, y, casi de inmediato, retiró la mirada y dejó caer la comisura de los labios para susurrar con ironía su propia respuesta –. Lo de todos los días, supongo –y se alejó con la taza entre las manos.

Sí, lo de todos los días-. Elevó un poco la voz para decírselo porque necesitaba que ella lo escuchara,  y deletreó cada palabra para que quedara claro, muy claro, incluso para que también le quedara claro a él mismo. -¡Busco trabajo tooodos los díasss…!- y lo subrayó con un barrido de su mano derecha, tajante, decidido. No puedo quedarme en casa esperando a que alguien me llame. Puedo morirme esperando, y nadie me echaría de menos ahí fuera. Ni aquí dentro – se mordió los labios para no decirlo, pero se dio cuenta de que ella había tenido el mismo pensamiento. Se dio cuenta porque le había dado la espalda y le había dejado sólo en la habitación.

Furgoneta de reparto.

-Otra vez se me echa el tiempo encima…, ¡joder, y con este dolor de espalda!-.

Se subió de nuevo a la furgoneta de reparto y, al hacerlo, no pudo menos de torcer el gesto con una mueca, incluso se le escapó un sonido gutural que pretendía ser un quejido. Ya sabía él que ese trabajo no era la mejor recomendación para su espalda torcida –escoliosis, había dicho el médico, pero, al final, era lo mismo; lo llamaras como lo llamaras el resultado era que si cargaba, le dolía, que si trabajaba muchas horas, le dolía, que si el asiento era duro de amortiguación –y, ¡vaya que si era duro, durísimo!- le dolía también. Total, que, cada día, disfrutaba de múltiples motivos para darse cuenta de que tenía espalda. Y trabajo. De modo que no podía lamentarse, o no podía lamentarse demasiado.

Con un poco de suerte, los pedidos que le quedaban aún por repartir no le llevarían mucho tiempo; uno más, y ya podría alejarse del centro de la ciudad, donde todo era estrés conduciendo, y, sobre todo, aparcando, siempre ojo avizor esquivando a los Municipales -¡Joder con los municipales! Ni un poquito de sensibilidad tienen con los que estamos trabajando. Más vale que vinieran cuando los llamas; que llamas al 112 porque hay una pelea en la calle y parece que el aviso es para que no aparezcan, que da tiempo a que se maten…, y ahora, también ese maldito coche que va por ahí con la cámara sacando fotos a los que están en doble fila… siempre jodiendo al que trabaja… ¡En este país, siempre se jode al que trabaja. Así nos va!-.

Ya estaba en la calle donde debía hacer la entrega y, junto a uno de los garajes, había un hueco, insuficiente para aparcar, pero suficientemente amplio como para permitir que sólo el morro de la furgoneta invadiera la entrada.

-Malo será que, justo ahora, tengan que entrar o salir. No tardo nada -pensó-, si me apuran, hasta caben –y miró de reojo el hueco que quedaba libre, como calculando la medida-. Salió precipitadamente del habitáculo del conductor para cargar el paquete. Recogió la caja de cartón, perfectamente embalada, y comprobó el nombre del destinatario y la dirección. Tan solo el logotipo del remitente orientaba sobre el contenido, la imagen comercial de la franquicia de material deportivo le hizo pensar en la necesidad que tenía él de ir al gimnasio en lugar de cargar con aquel paquete que, como mínimo debía de pesar 10 ó 12 kilos.

–Menos mal que hay ascensor. Qué coño habrán pedido, para que pese tanto…

Que el ascensor estuviera estropeado era, sin duda, un contratiempo, pero, últimamente, las cosas no eran demasiado fáciles, de modo que había llegado al extremo de desconfiar cuando algo salía bien desde el principio. Tragó saliva y, sin permitirse maldecir su suerte, se encaminó escaleras arriba, hacia el quinto piso de un edificio de cinco pisos más ático. El ímpetu de la subida se fue atemperando de manera directamente proporcional al sudor que le corría por la frente, y al puñal que se le venía clavando a la altura del cinturón y que amenazaba con partirlo en dos. Delante de la puerta, esperó un momento para coger resuello y enderezar la figura, y haciendo un nido entre el cuerpo, el muslo y el brazo izquierdos para acoger el paquete, tocó el timbre con la otra mano. Esperó mientras escuchaba acercarse unos pasos desde el interior de la vivienda, que cesaron justo cuando la tapa de la mirilla dejó pasar algo de luz, incluso le pareció oír una respiración detrás de la puerta. Si no fuera porque aquel jodido paquete pesaba demasiado, y el dolor de espalda le estaba matando, hasta se le habría pasado por la cabeza posar sonriente mientras le examinaban al otro lado, pero no estaba de humor. La mujer que apareció lo hizo protegiéndose un poco tras la hoja de la puerta entreabierta. No esperaba ver a una anciana de pelo blanco, como las abuelas de los cuentos, -en el buzón solo había dos nombres, los dos de mujer y con los mismos apellidos, y había pensado en dos hermanas jóvenes y deportistas-, que le sonreía abiertamente y, con un gesto de la mano, le invitaba a pasar y dejar la carga que llevaba. Todavía con dudas, preguntó por el nombre del destinatario, que la anciana confirmó como suyo. Estuvo tentado de preguntar, pero se contuvo, al fin y al cabo, uno debía ser un profesional en todas las circunstancias, y lo suyo era cargar, repartir y callar. Mientras la mujer firmaba la entrega, la escuchó pedirle disculpas por el trastorno involuntario del ascensor.

-¿Quién era?- preguntó otra voz vieja de mujer desde el interior de la vivienda. La puerta se cerró dejándole en el descansillo, por lo que no le pareció una intromisión esperar desde allí a oír la contestación.

-¡Las mancuernas que me compré por Internet! El pobre hombre ha tenido que subir andando…

“¿Me compré?. ¡Me compré…!” se repitió a sí mismo mientras bajaba por las escaleras. “Ha dicho, me compré…”. Si no fuera por ese dolor de espalda que lo estaba matando, hasta se habría reído. Se habría reído a carcajadas.

A veces lo hago…

A veces lo hago; perderme –literalmente, perderme-,  entre la gente de la ciudad. Salgo sin rumbo fijo, sin nada en particular de qué ocuparme, y camino por las calles del casco antiguo, o, por el contrario, me dirijo a las calles más comerciales, llenas de gente dispar que conversa y carga con bolsas, como anuncios andantes. Camino entonces como un sonámbulo que trata de orientarse, mirando todo y a casi todos, como si pasara las hojas de un libro para echar un vistazo rápido, dispuesto a sorprenderme siempre de los ojos que me devuelven la mirada al pasar. Mirar gente desconocida y que esa gente repare en mí me produce siempre una sensación de nudo en el estómago, me parece que quieren decirme mucho más de lo que yo soy capaz de percibir durante los pocos segundos que dura el contacto. De hecho, cuando esto sucede, cuando yo miro a alguien de forma aparentemente distraída, y ese alguien me mira a mí, se desdibuja todo lo demás, la ciudad misma, el aire, la luz, los otros, y solo tomo conciencia de sus ojos profundos, habladores, interrogantes.

Los días en que las calles están demasiado llenas, no; no soporto los codazos o los empujones, me agobian muchísimo, sobre todo si pienso en los niños pequeños que caminan de la mano de sus padres y lo hacen perdidos en un bosque de piernas, sin llegar a ver nunca, desde tan abajo, las caras de los transeúntes con los que se cruzan, esquivando los bolsos de mujeres descuidadas, que siempre se balancean a la altura de sus cabecitas.

Puesto que la ciudad cambia constantemente, he decidido que me gusta verla recién levantada, medio dormida y medio despierta, con la cara lavada y las ventanas abiertas para dar paso a esa luz dorada de las primeras horas del día, la que apenas calienta aún, la que no agobia,  la que lo baña todo de dulces promesas. Me gusta estrenar el día en las calles desiertas, donde solo me cruzo con algún estudiante en bicicleta, o con la gente que prepara las terrazas de las cafeterías para la invasión que les espera –en invierno, no, en invierno, los pocos que se atreven a caminar “bajo cero”, ahuecan los hombros para proteger la cabeza entre las solapas levantadas de los abrigos, mientras el aliento gélido camina por delante de las bocas-. Me resultan familiares los sonidos y los olores de esas primeras horas, puedo escuchar el zureo de las palomas y el canto enloquecedor de los pardales que atosigan los árboles y enmudecen cuando das una palmada al aire; y el sonido de las mangueras a presión rociando las aceras para devolverlas pulcras otra vez y arrastrar las huellas de la vida nocturna. Me gusta el olor a pan reciente, y a café recién hecho, y a churros calientes y tostadas –en cada sitio, un olor, siempre el mismo, como una identidad flotante y acogedora que me envuelve y mece y adormece mi cerebro como una nana intemporal-.

Sí, a veces lo hago; me siento inmortal por estas calles, mirándome en los ojos de los desconocidos…

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Mi vida entera.

No me has querido nunca; o me has querido poco, que, para el caso, lo mismo da. Seguro que has olvidado el día en que nos conocimos, cuando bajabas la cuesta del pueblo con aquel vestidito de flores, con vuelos en la falda, y la cintura tan marcada que daban ganas de abrazarte por ella y no soltarte más; cuando me mirabas sonriendo y entornando los ojos, y meneando las caderas. ¡Dios, qué ganas de tenerte, desde aquel día!; y lo que me hiciste marear y andar detrás de ti, espantando moscones que nunca te han faltado alrededor… Te dejabas querer y yo me volvía loco por ti; eras mi vida entera, y tú, tú no lo entendías, no estabas nunca a la altura, dejándome en vergüenza delante de los amigos y de los compañeros de trabajo, muy mosquita muerta, muy modosita, para luego coquetear con todo el que se te pusiera por delante. Si, hasta he dudado de que los niños fueran míos, me dicen que se me parecen y será verdad, pero no puedo soportar que también les quieras a ellos más que a mí, siempre pendiente, siempre encima, y a mí, ni puto caso que me haces…

Alguna vez, sí, alguna vez me has querido, alguna vez me has abrazado y me has mirado con esos ojos negros que me embrujaban, toda mía, pero luego te ibas al trabajo, o con las amigas, o sabe Dios adónde, y volvías con otra cara, con otras palabras, con otro olor, y ya te molestaba que te tocara porque decías que siempre pensaba en lo  mismo y no era el momento; ¡y no te dabas cuenta de que yo necesitaba entonces tenerte, más que nunca! ¡No te dabas cuenta de que tu rechazo era la prueba de lo puta que eras! ¿Por qué me provocabas? Yo no quería pegarte, pero no había forma de hacértelo entender; me resistí lo que pude, ¿cuántos años estuvimos casados sin ponerte la mano encima si no era para acariciarte? ¿Cuántos? Solo he vivido para ti, toda mi vida, y, cuando te di el primer bofetón corriste en seguida a casa de tu madre, hasta que fui a buscarte y me humillé y me arrastré para que volvieras. Creías que siempre iba a ser así ¿verdad? Tú, en un altar, y yo, siempre sumiso, esperando la limosna que me dabas.

Ya se acabó, si querías tanto a los niños, haberlo pensado antes, de ti dependía. Ya no te verán más, ni ellos ni esos hijos de puta con los que seguro que te acostabas. Lo que más me jode es que me has hecho dudar por un momento; me has mirado como aquellas veces, cuando me querías; hasta que te has asustado viendo tanta sangre.

Ahora ya no vas a dejarme, ya no vas a ninguna parte, ni yo tampoco. No quiero ir a ninguna parte sin ti. Esperaré, no tardarán en llegar a buscarme.